La Nacion Costa Rica

Bebidas espirituosas de lujo

A finales del siglo XIX, un sector dominante asimiló patrones de consumo predominantes en Europa, como el gusto por ciertos licores

Rafael Ángel Méndez Alfaro ramendez@uned.ac.cr El El autor es coordinador del Programa de Estudios Generales de la UNED y profesor asociado de la Escuela de Estudios Generales de la UCR.

“El Peral. Gran establecimiento de abarrotes ofrece al público coñacs finos, vinos españoles y franceses, Valdepeñas, Navarro, Jerez seco, Malvasia, Angélica, Lágrima, Málaga, Moscatel y un Manzanilla muy rico”. Con este anuncio publicado en El Heraldo, el 1.° de noviembre de 1885, un negocio josefino dedicado a la venta de productos comestibles importados, destacaba el arribo de un grupo variado de bebidas alcohólicas, recién retiradas de la Aduana. Por la descripción de esta publicidad es fácil deducir que los destinatarios de la misma, eran, en esencia, “personas acomodadas”: comerciantes, cafetaleros y la dirigencia política.

El afán de reproducir formas de vida y estilos de consumo de los sectores instalados en los más alto de la pirámide social de naciones europeas, llevó a consumidores locales con poder adquisitivo a la compra y diseño de trajes con casimires ingleses, a la adquisición de porcelanas finas, perfumería, pañuelos de seda, mantequilla danesa y, por supuesto, a tomar “bebidas espirituosas” acordes con su posición dentro de la sociedad costarricense.

No sorprende que comercios como La Gran Vía, ubicado en el corazón de la capital, ofreciera junto a productos como quesos Carlos V, jamones de York, fideos italianos y sardinas de Galba, un “lujoso surtido de vinos de mesa”, entre los que sobresalen vinos blancos Barsac y Graves Sauternes; tintos franceses, españoles y de California y un whisky de primera clase ( Heraldo, 19 de junio de 1891).

La compra de este tipo de bebidas ayudaba a subrayar el prestigio y el reconocimiento de quien las adquiría. Su alto precio lo convertía en un lujo que se podía dar solo un selecto grupo de individuos en Costa Rica, ya que era impensable para la mayor parte de la población.

Comerciantes josefinos solían ofrecer coñac, champaña fina, así como vinos de Burdeos y de Borgoña por cajas y barriles, a precios competitivos si se comparaba con el precio por unidades. Otros importadores publicaban anuncios en que promocionaban el reconocido Gran Amontillado, el coñac Jules Robin y vinos italianos legítimos como el Vermouth.

No faltaban distribuidores “por mayor y al menudeo”. Por ejemplo, otros comerciantes, como Enrique Pucci, garantizaban “varias clases de vino tinto de mesa y de lujo” ( El Imparcial, 07 de febrero 1891) con avisos dirigidos especialmente para los sacerdotes católicos del país, en que se destacaban las bondades de su producto considerado “el mejor para celebrar la ceremonia de la Eucaristía”.

De acuerdo con la sociedad mercantil Esquivel y Cañas, su vino tenía la “pureza certificada por el Arzobispo de Burdeos”, asunto que, de ser cierto, constituía una garantía para el ejercicio eclesiástico.

Estas selectas bebidas alcohólicas también eran parte de la oferta de los hoteles y restaurantes capitalinos.

A dos pesos

Un cliente de Restaurant de París, céntrico establecimiento capitalino, podía disfrutar por dos pesos de una magnífica cena, en las noches en que había representaciones teatrales, con el derecho a cuatro platos, café y “media botella de vino Burdeos”, anunciaba el Diario El Comercio en agosto de 1892.

Este negocio presumía de su elegancia y lujosos salones, en los que servía cenas hasta para 90 personas durante una noche; el vino francés aportaba el necesario rasgo de distinción para la época.

Un producto adquirido en Europa era garantía de buen gusto y sofisticación en una velada así.

El Hotel Víctor, establecido en la capital desde mediados del siglo XIX, se promovía como un alojamiento que contaba con espaciosas y amuebladas habitaciones, excelente comida, ventilación y comunicación en tres idiomas: francés, alemán e inglés. En materia de bebidas etílicas, su propietario, Víctor Aubert, destacaba: “La cantina está provista de los licores más finos que se pueden obtener en el mercado”. Esto parecía ser un asunto de suma importancia para calificar como un hospedaje digno de recomendación, ya que así se menciona en los anuncios de prensa de diferentes hospedajes.

Otro hotel, el Internacional, sugería vinos blancos como “excelentes para los alimentos marítimos”. Su restaurante se publicitaba como el que ofrecía los mejores mariscos, como ostras y ostiones de calidad para almuerzos y comidas en la capital ( El Heraldo, 15 de diciembre de 1893). El propietario, C. Guiliani, todo un conocedor en la materia, acentuaba la importancia del vino como maridaje perfecto.

Emilio D. Chiappe, dueño del Hotel Italo-Americano, situado en la céntrica Calle del Teatro, no dudaba en afirmar que disponía de los vinos de primera clase y “un surtido completo de licores extranjeros y del país” (Diario El Comercio, 14 de junio de 1888). La cantina del Hotel de Ventura Cordero disponía de “un variado surtido de vinos, desde el Catalán hasta el espumoso champagne, coñacs de las mejores marcas y clases legítimas” ( El Heraldo, 9 de setiembre de 1893).

Los “productos suntuarios” o de lujo en las importaciones centroamericanas de este finales del siglo XIX muestran un intento de reproducir modelos de consumo europeos, en detrimento de lo local, que identifica a las élites dominantes del istmo. •

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