La Nacion Costa Rica

Perros y gatos

Francisco Barrientos B. PROFESOR DE MATEMÁTICAS barrientos_francisco@hotmail.com

Cuando a Licurgo, el espartano, le propusieron la idea de que en su tierra natal se instaurara la democracia como forma de gobierno, respondió con sobrada sorna: “Está bien, pero que cada uno empiece en su propia casa”.

Como vemos, ya en tiempos de la magna Grecia, se tenía muy claro que hay lugares comunitarios en los cuales no pueden aplicarse los principios democráticos y liberales adrede, pues estos podrían dar al traste con deberes y necesidades propias de la vida comunitaria.

Condicionar el comportamiento de los ciudadanos en las polis es el objetivo de toda ley política, pero, en el interior de cada hogar, de una empresa o en una institución educativa, existen otras reglas que invitan tácitamente a sus miembros a asumir y respetar compromisos de cooperación mutua, los cuales no podríamos obligar al vecino a acatar, pero sí al estudiante, al primogénito, al colaborador o a la tía Tula.

Si un padre de familia convoca una reunión familiar para decidir, por voto directo, qué religión deben practicar los miembros del hogar, lo consideraríamos tan insensato como si la votación fuera para decidir si él se somete o no a la vasectomía.

También, consideraríamos charlatán a un gerente que toda vez pregunte a sus colaboradores si prefieren trabajar o destinar el tiempo a los videojuegos, para que así mejoren sus habilidades blandas y, con ello, incrementar el desempeño de la empresa. Por otro lado, sería poco formativo que algunas “lumbreras” estudiantiles le impusieran democráticamente al profesor de Literatura que los versos de Jorge Debravo se declamen a ritmo de reguetón si, según ellos, solo así podría apreciarse verdaderamente la literatura.

En todos estos escenarios, la democracia entendida como el respeto a la decisión de la mayoría por libre elección no deja de ser una broma de mal gusto.

Sin embargo, parece que debido a la inercia misma de la modernidad, pretendemos democratizar casi todos los ámbitos y esferas de la vida pública, a partir de la incesante búsqueda de la concreción de anhelos gremiales ensimismados, de la imposición obligada sobre los demás de intereses identitarios que están inspirados, en la mayoría de los casos, en estilos de vida o rasgos de clase social libremente elegidos.

Exigir, por ejemplo, que en todo restaurante se admita a las mascotas como acompañantes de mesa es en el fondo manipular lo no manipulable: ¡Hay personas a las que no nos gustan las mascotas, y menos si son nuestras vecinas de mesa!

Sin embargo, los grupos promascotas desoyen esta observación, pues consideran que su perro o gato tiene los mismos derechos que el vecino, y esgrimen en su defensa falacias del tipo del hombre de paja: si a alguien no le gustan las mascotas es porque esconde perversos sentimientos.

Así, intentan democratizar forzosamente lo no democratizante: el gusto de las personas. A todas luces, estas actitudes van en detrimento de la cordura y el dominio de las proporciones de la convivencia comunitaria.

Algunos de estos movimientos exigen dirigir los destinos de la comunidad hacia sus particularidades específicas. Así, las instituciones no pueden simplemente rediseñar sus políticas públicas a medida de las necesidades identitarias de un clan, pues esto desacreditaría al resto de los segmentos de la sociedad.

Todo esto parece indicar que esta actitud humana —la de poner por encima del colectivo costumbres e intereses personales— está muy arraigada en la biología y el espíritu del “homo democráticus”.

Por eso, es tarea pendiente que en este siglo XXI los ciudadanos de Occidente alcancemos “la mayoría de edad” —la adultez política— para reconocer que, en materia de deseos y aspiraciones personales, el telos del ciudadano debe ser restringido, modesto y privado; mientras que las pretensiones colectivas son el ideario general en el que deben converger el respeto por las leyes y la solidaridad comunitaria.

De no ser así, estaremos siempre condenados a repetir los errores políticos de antaño, los cuales nos llevarán, más temprano que tarde, no solo al tremendo berenjenal de la indiferencia y la apatía política, sino también a consolidar las vías que conducen a la ignorancia consensuada del “mirame y no me toqués”, que, junto con el populismo y la intolerancia, podrían convertir la democracia liberal en el oscuro derivado de la ley del talión.■

Los promascotas consideran que su perro o gato tiene los mismos derechos que el vecino

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2022-07-05T07:00:00.0000000Z

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